Acostumbrada y a la vez no, mi mirada se desliza entre los árboles que llegan infinitos hasta unirse con el firmamento donde el sol trepó hace unos minutos cubriendo de una tenue y fresca luz las amplias calles de Rivendale. La acomodada zona residencial donde vivo, repartida entre amplios campos salpicados de toda clase de árboles y casas grandes con ventanas blancas y jardín. Un aire frío y encantador envuelve mi respiración rítmica y acelerada. Mis pies rozan el asfalto de la recién amanecida calle mientras yo alcanzo la mitad de mi recorrido matutino. Deben ser algo menos de las siete, respiro profundamente el aire que tanto me va a faltar y reflexiono. Maravilloso ejercicio correr, más si es en estas condiciones, con estas vistas, con esta temperatura. En algo más de una hora estaré dirigiéndome apresurada a la parada del autobús que me llevará a clase donde me espera un día más, normalillo, similar a los anteriores. Rutina. Tan monótona y encantadora. Rutina que te hace normal el desarrollo de unos días tan escasos. Mi rutina de aquí, echar de menos y no querer dejar de hacerlo, significando eso volver y terminar esta aventura, rompiendo esta rica monotonía. Correr mientras contemplo cada fogonazo de grandiosidad en estos lares y volar con la mente hasta donde se encuentra mi otra vida, tan lejana ahora y tan inevitablemente inminente. Rutina, echar de menos y correr.
14/9/11.





